Rilke

Rilke, Rainer Maria 1875-1926 Deutscher Dichter Rainer Maria Rilke in seinem Arbeitszimmer Foto: Fotograf unbekannt, um 1905

¿Quién, si yo gritara me oiría

entre las jerarquías de los ángeles?

Rainer María Rilke nació en Praga en 1875, en una familia que, por generaciones, había dado oficiales y funcionarios al imperio austriaco. En 1886, a los once años, entró a la escuela de cadetes de Sankt Pölten. El padre quiso imponerle desde la infancia la carrera que él mismo había seguido por tradición. Más tarde, Rilke había de comparar su estancia en Sankt Pölten a los años de presidio que Dostoievski pasó en Siberia, comparación de seguro exagerada. Sea lo que fuere, su débil constitución lo salvó de ese cautiverio. Al terminar el cuarto año de internado en el Colegio Superior militar de Weisskirchen (Moravia) abandonó definitivamente la carrera de las armas. Estaba escrito que el joven Rilke se saldría del carril familiar para seguir su vocación de poeta. 

Y de poeta precoz. Siendo aún cadete, a los diecinueve años, publicó Vida y Canciones (“Leben und Lieder”) que en años ulteriores tuvo buen cuidado de hacer desaparecer; de ese libro primerizo no se ha podido encontrar un solo ejemplar. Dos años después, en 1896, publicó Ofrenda a los lares (“Larenopfer”). Una vez colgado el uniforme, prosiguió sus estudios en la Universidad de Praga. Uno de los frutos de su libertad fueron sus visitas a Munich y a Berlín; en suma, no obtuvo ningún grado universitario; como muchos poetas, Rilke había de ser autodidacta. En 1898, hizo un viaje a Italia y el año siguiente a Rusia donde visitó a Tolstoi. Rilke hablaba ruso y escribió poemas en ese idioma. La Rusia de Dostoievski y de Tolstoi le enseñó el significado del dolor. Esa influencia difusa en toda su obra, es visible en particular en El Libro de Estampas, en El Libro de Horas y en Las Historias del Buen Dios. 

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Voy siempre de puerta en puerta,
llovido y desollado;
de pronto apoyo mi oreja derecha
sobre mi mano diestra.
Y luego sale de mí una voz
que me parece nunca haber conocido.
Después, ya no sé de seguro quién ha lanzado clamores:
yo o cualquier otro.
Grito por una insignificancia.
Los poetas gritan por algo más.
Finalmente cierro mi cara
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con mis dos ojos:
mientras mi rostro yace en mi mano con su peso,
parece que está en reposo.
De modo que no digan que no tengo
un lugar en que descansar mi cabeza.

 —La canción del Mendigo

En 1920, Rilke regresó a París. Allí, cobró nueva vida. Luego, se refugió en el Valais, en Sierre. Se había entusiasmado al ver la fotografía de un castillo que estaba en venta o en renta: el castillo de Muzot, que en realidad no era más que una vieja torre del siglo XIII. Su amigo Reinhardt se lo compra y allí se instala a principios del verano de 1921. Se dedicó a cultivar rosas y a escribir versos en francés. Un día que esperaba a una amiga, quiso adornar su mesa con flores y, armado de unas tijeras de jardinero, cortó las más bellas e inadvertidamente se cortó un dedo. La herida no era ni profunda ni mortal, pero reveló un mal incurable oculto en su propia sangre, en el misterio de la sangre al que había dedicado su tercera Elegía. Murió de leucemia el 29 de diciembre de 1926, unos días después de Navidad, en Valmont, cerca de Mon-treux, en la Suiza francesa.

El libro de las horas

Señor, a cada uno dale su muerte,
una muerte que de cada vida brote
y en que haya amor, significado y sufrimiento.
Pues nosotros somos sólo la corteza y la hoja.
La muerte que cada uno lleva en sí
es la fruta en torno de la cual todo gira.

Señor, las grandes ciudades están perdidas y disueltas.
En la más grande se vive como quien huye de un
      incendio.
No hay en ella consuelo capaz de consolar
y el tiempo demasiado corto cierra el paso.

Allí viven seres humanos, con gestos angustiados,
vidas malas y difíciles en cuartos profundos…
Allí crecen niños en sótanos con ventanas
siempre hundidas en las mismas sombras
y donde no saben que afuera los llaman las flores
a un día lleno de espacio, de júbilo y de viento.

Otoño
Las hojas caen como si se marchitaran
en los lejanos jardines del cielo:
caen haciendo un ademán de negación.
Y en las noches cae la grávida tierra
fuera de todas las estrellas, en la soledad.
Todos caemos. Esta mano cae.
Y mira a los otros: la caída está en todos.
Y sin embargo, hay uno
que recoge suavemente, sin fin, todas esas caídas
en sus manos.

Por ti, para que tú un día llegaras…

Por ti, para que tú un día llegaras,
¿no respiraba yo a media noche
el flujo que ascendía de las noches?
Porque esperaba, con magnificencias
casi inagotables, saciar tu rostro
cuando reposó una vez contra el mío
en infinita suposición.
Silencioso se hizo espacio en mis rasgos;
para responder a tu gran mirada
se espejaba, se ahondaba mi sangre.
¡Qué expresión fue sembrada en mi interior
para que, cuando crece tu sonrisa,
proyecte sobre ti espacio cósmico!
Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde.
Precipitaros, ángeles, sobre este
linar azul. ¡Segad, segad, oh ángeles!

Versión de Jaime Ferrero Alemparte

Un día tomé entre mis manos…

Un día tomé entre mis manos
tu rostro. Sobre él caía la luna.
El más increíble de los objetos
sumergido bajo el llanto.
Como algo solícito, que existe en silencio,
tenía que durar casi como una cosa.
y con todo nada había en la fría noche
que más infinitamente se me escapara.
Oh, porque desembocamos en estos lugares,
se apresuran hacia la pequeña superficie
todas las ondas de nuestro corazón,
voluptuosidad y desfallecimiento,
y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto?
Ay, al extraño, que nos ha malentendido,
ay, a aquel otro, que nunca hemos encontrado,
a aquellos siervos, que nos han maniatado,
a los vientos de primavera, que se han desvanecido,
ya la quietud, la perdedora.

Versión de Jaime Ferrero Alemparte

El hombre crece, florece y se renueva constantemente en el amor, o muere. 

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